El día de Difuntos de 1836
Fígaro en el
cementerio
Mariano José de Larra
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En
atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no
deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de
mí mismo me he formado, no tengo muy presente en qué
artículo escribí (en los tiempos en que yo escribía)
que vivía en un perpetuo asombro de cuantas cosas a mi vista
se presentaban. Pudiera suceder también que no hubiera escrito
tal cosa en ninguna parte, cuestión en verdad que dejaremos a
un lado por harto poco importante en época en que nadie parece
acordarse de lo que ha dicho ni de lo que otros han hecho. Pero
suponiendo que así fuese, hoy, día de difuntos de 1836,
declaro que si tal dije, es como si nada hubiera dicho, porque en
la actualidad maldito si me asombro de cosa alguna. He visto tanto,
tanto, tanto... como dice alguien en El Califa. Lo que
sí me sucede es no comprender claramente todo lo que veo, y
así es que al amanecer un día de difuntos no me asombra
precisamente que haya tantas gentes que vivan; sucédeme,
sí, que no lo comprendo.
En
esta duda estaba deliciosamente entretenido el día de los
Santos, y fundado en el antiguo refrán que dice: Fíate
en la Virgen y no corras (refrán cuyo origen no se concibe
en un país tan eminentemente cristiano como el nuestro),
encomendábame a todos ellos con tanta esperanza, que no
tardó en cubrir mi frente una nube de melancolía; pero de
aquellas melancolías de que sólo un liberal español
en estas circunstancias puede formar una idea aproximada. Quiero
dar una idea de esta melancolía; un hombre que cree en la
amistad y llega a verla por dentro, un inexperto que se ha
enamorado de una mujer, un heredero cuyo tío indiano muere de
repente sin testar, un tenedor de bonos de Cortes, una viuda que
tiene asignada pensión sobre el tesoro español, un
diputado elegido en las penúltimas elecciones, un militar que
ha perdido una pierna por el Estatuto, y se ha quedado sin pierna y
sin Estatuto, un grande que fue liberal por ser prócer, y que
se ha quedado sólo liberal, un general constitucional que
persigue a Gómez, imagen fiel del hombre corriendo siempre
tras la felicidad sin encontrarla en ninguna parte, un redactor del
Mundo en la cárcel en virtud de la libertad de
imprenta, un ministro de España y un rey, en fin,
constitucional, son todos seres alegres y bulliciosos, comparada su
melancolía con aquella que a mí me acosaba, me
oprimía y me abrumaba en el momento de que voy hablando.
Volvíame y me revolvía en un sillón de estos que
parecen camas, sepulcro de todas mis meditaciones, y ora me daba
palmadas en la frente, como si fuese mi mal de casado, ora
sepultaba las manos en mis faltriqueras, a guisa de buscar mi
dinero, como si mis faltriqueras fueran el pueblo español y
mis dedos otros tantos gobiernos, ora alzaba la vista al cielo como
si en calidad de liberal no me quedase más esperanza que en
él, ora la bajaba avergonzado como quien ve un faccioso
más, cuando un sonido lúgubre y monótono, semejante
al ruido de los partes, vino a sacudir mi entorpecida
existencia.
–¡Día de Difuntos! –exclamé.
Y
el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia
eterna de los que han sido, parecía vibrar más
lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia
muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su
última hora, y sus tristes acentos son el estertor del
moribundo; ellas también van a morir a manos de la libertad,
que todo lo vivifica, y ellas serán las únicas en
España ¡santo Dios!, que morirán colgadas. ¡Y
hay justicia divina!
La
melancolía llegó entonces a su término; por una
reacción natural cuando se ha agotado una situación,
ocurriome de pronto que la melancolía es la cosa más
alegre del mundo para los que la ven, y la idea de servir yo entero
de diversión...
–¡Fuera –exclamé–, fuera! –como
si estuviera viendo representar a un actor español–:
¡fuera! –como si oyese hablar a un orador en las Cortes.
Y arrojeme a la calle; pero en realidad con la misma calma y
despacio como si tratase de cortar la retirada a Gómez.
Dirigíanse las gentes por las calles en gran número y
larga procesión, serpenteando de unas en otras como largas
culebras de infinitos colores: ¡al cementerio, al cementerio!
¡Y para eso salían de las puertas de Madrid!
Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el
cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se
apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio
está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio. Pero vasto
cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle
el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna
cineraria de una esperanza o de un deseo.
Entonces, y en tanto que los que creen vivir acudían a la
mansión que presumen de los muertos, yo comencé a pasear
con toda la devoción y recogimiento de que soy capaz las
calles del grande osario.
–¡Necios! –decía a los
transeúntes–. ¿Os movéis para ver muertos?
¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado
también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos,
insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis
vuestro propio epitafio! ¿Vais a ver a vuestros padres y a
vuestros abuelos, cuando vosotros sois los muertos? Ellos viven,
porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única
posible sobre la tierra, la que da la muerte; ellos no pagan
contribuciones que no tienen; ellos no serán alistados ni
movilizados; ellos no son presos ni denunciados; ellos, en fin, no
gimen bajo la jurisdicción del celador del cuartel; ellos son
los únicos que gozan de la libertad de imprenta, porque ellos
hablan al mundo. Hablan en voz bien alta y que ningún jurado
se atrevería a encausar y a condenar. Ellos, en fin, no
reconocen más que una ley, la imperiosa ley de la Naturaleza
que allí les puso, y ésa la obedecen.
–¿Qué monumento es éste? -exclamé al
comenzar mi paseo por el vasto cementerio–. ¿Es él
mismo un esqueleto inmenso de los siglos pasados o la tumba de
otros esqueletos? «¡Palacio!» Por un lado mira a
Madrid, es decir, a las demás tumbas; por otro mira a
Extremadura, esa provincia virgen... como se ha llamado hasta
ahora. Al llegar aquí me acordé del verso de Quevedo:
«Y ni los v... ni los diablos veo». En el frontispicio
decía: «Aquí yace el trono; nació en el reinado
de Isabel la Católica, murió en La Granja de un aire
colado». En el basamento se veían cetro y corona y
demás ornamentos de la dignidad real. «La
Legitimidad», figura colosal de mármol negro, lloraba
encima. Los muchachos se habían divertido en tirarle piedras,
y la figura maltratada llevaba sobre sí las muestras de la
ingratitud.
¿Y este mausoleo a la izquierda? «La armería.»
Leamos:
«Aquí yace el valor castellano, con todos sus
pertrechos».
Los
Ministerios: «Aquí yace media España; murió de
la otra media».
Doña María de Aragón: «Aquí yacen los tres
años».
Y
podía haberse añadido: aquí callan los tres
años. Pero el cuerpo no estaba en el sarcófago; una nota
al pie decía:
«El cuerpo del santo se trasladó a Cádiz en el
año 23, y allí por descuido cayó al mar».
Y
otra añadía, más moderna sin duda: «Y
resucitó al tercero día».
Más allá: ¡Santo Dios!, «Aquí yace la
Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de
vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de
resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se
debía de poner nunca.
Alguno de los que se entretienen en poner letreros en las paredes
había escrito, sin embargo, con yeso en una esquina, que no
parecía sino que se estaba saliendo, aun antes de borrarse:
«Gobernación». ¡Qué insolentes son los que
ponen letreros en las paredes! Ni los sepulcros respetan.
¿Qué es esto? ¡La cárcel! «Aquí
reposa la libertad del pensamiento.» ¡Dios mío, en
España, en el país ya educado para instituciones libres!
Con todo, me acordé de aquel célebre epitafio y
añadí involuntariamente:
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Dos
redactores del Mundo eran las figuras lacrimatorias de esta
grande urna. Se veían en el relieve una cadena, una mordaza y
una pluma. Esta pluma, dije para mí, ¿es la de los
escritores o la de los escribanos? En la cárcel todo puede
ser.
«La calle de Postas», «la calle de la Montera».
Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y
revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el
negocio.
Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat!
Correos. «¡Aquí yace la subordinación
militar!»
Una
figura de yeso, sobre el vasto sepulcro, ponía el dedo en la
boca; en la otra mano una especie de jeroglífico hablaba por
ella: una disciplina rota.
Puerta del Sol. La Puerta del Sol: ésta no es sepulcro sino de
mentiras.
La
Bolsa. «Aquí yace el crédito español».
Semejante a las pirámides de Egipto, me pregunté,
¿es posible que se haya erigido este edificio sólo para
enterrar en él una cosa tan pequeña?
La
Imprenta Nacional. Al revés que la Puerta del Sol, éste
es el sepulcro de la verdad. Única tumba de nuestro país
donde a uso de Francia vienen los concurrentes a echar flores.
La
Victoria. Ésa yace para nosotros en toda España.
Allí no había epitafio, no había monumento. Un
pequeño letrero que el más ciego podía leer
decía sólo: «¡Este terreno le ha comprado a
perpetuidad, para su sepultura, la junta de enajenación de
conventos!»
¡Mis carnes se estremecieron! ¡Lo que va de ayer a hoy!
¿Irá otro tanto de hoy a mañana?
Los
teatros. «Aquí reposan los ingenios españoles.»
Ni una flor, ni un recuerdo, ni una inscripción.
«El Salón de Cortes». Fue casa del Espíritu
Santo; pero ya el Espíritu Santo no baja al mundo en lenguas
de fuego.
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Sea
por muchos años, añadí, que sí será:
éste debió de ser raquítico, según lo poco que
vivió.
«El Estamento de Próceres.» Allá en el Retiro.
Cosa singular. ¡Y no hay un Ministerio que dirija las cosas
del mundo, no hay una inteligencia previsora, inexplicable! Los
próceres y su sepulcro en el Retiro.
El
sabio en su retiro y villano en su rincón.
Pero ya anochecía, y también era hora de retiro para
mí. Tendí una última ojeada sobre el vasto
cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban
con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto
agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se
removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi
más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se
disponía a cubrirle como una ancha tumba.
No
había «aquí yace» todavía; el escultor no
quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la
vista ya distintamente delineados.
«¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla,
fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces!
¡Opinión nacional! ¡Emigración!
¡Vergüenza! ¡Discordia!» Todas estas palabras
parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del
clamor general de las campanas del día de Difuntos de
1836.
Una
nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío
de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del
horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón,
lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.
¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no
es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos.
¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero!
«¡Aquí yace la esperanza!»
¡Silencio, silencio!
El
Español, n.º 368, 2 de noviembre de 1836.
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